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No es tan dulce la venganza

Por José Luis Enciso

Noviembre 2002

Esa noche me hallé de pronto tirado boca arriba a media calle, con los brazos abiertos y dos lápidas disfrazadas de párpados sobre mis ojos; era un ebrio crucificado a la humedad del asfalto… habrá una cruz en el final de tu camino… Mi frente sangraba y mi mano izquierda apretaba un pañuelo azul con coágulos; sentía el alcohol correr aún por mis venas y la horrible incertidumbre de no recordar cómo había llegado a semejante situación. Como pude me arrastré hacia la esquina más próxima y tendido sobre una acera lodosa intenté recordar.

Dos semanas antes había sido despedido de una constructora gracias a los sublimes encantos de mi afición por el alcohol. Mi ánimo se caía a pedazos, desmoronándose como si fuera un muro carcomido por el salitre, y escabulléndose de igual forma que el dinero lo hacía entre mis bolsillos; pedía préstamos para menguar mis ansias de bien beber y mal vivir al primer desafortunado que se me pusiera enfrente; sin darme cuenta me convertí en el mayor deudor que jamás conocí. Así comencé a frecuentar los circuitos etílicos de bares baratos de la avenida Progreso Sur; era ya, sin quererlo, un elemento más de la decoración nocturna de esos sitios; una parte complementaria de sus alumbrados burdos, de sus raquíticos adornos navideños, ideados por algún increíble mal gusto presente también en los neones difusos de los nombres luminosos de cada antro, desde el “Rainbow” y el “Caricia seis nueve”, hasta el “éxtasis” y los pulgueros que están frente a la Antigua Plaza Industrial.

La noche de ese 24 de diciembre entré, movido por una inercia superior a mi voluntad, en un bar de cuyo nombre no puedo acordarme. Me encaminé directo a la barra y pedí una cerveza. Llevaba poco dinero y quería estar con alguna mujer, pero todas las putas de ese sitio atendían ya a alguien y fue mejor así, creo, pues recuerdo la repugnancia que sentí al verlas desparramándose por sus vestidos de colores brillantes y ceñidos, mostrando con orgullo sus tejidos flácidos y prominentes; sus vientres voluminosos se desbordaban entre sus ropas bajo rostros viejos y mal maquillados; pensé que en vez de cobrar deberían pagar por sus servicios y decidí entonces conservar mi poco dinero para comprar más alcohol.

…acaba de una vez de un solo golpe… Comencé a mirar hacia las mesas y entre la bruma de los cigarros vi a decenas de tipos ebrios riendo, llorando, relatando mil historias que aun siendo tan distintas parecían ser todas iguales. Pedí una cerveza, la bebí de prisa y pedí más; en mis circunstancias, la cerveza era preferible a cualquier otra bebida, sobre todo por su precio… por qué quieres matarme poco a poco… Estaba recargado en la barra del bar y una comezón atacó con urgencia mi pierna derecha a la altura de la espinilla; al rascarme miré que mi pie había desaparecido; (existía aún, lo supe porque mantenía mi equilibrio sin problema alguno, pero no podía ver ni siquiera el zapato). Decidí beber un poco más y olvidarme del asunto, con seguridad, la falta de visión se debía a la penumbra del ambiente y la comezón a alguna pulga. Seguí mirando hacia las mesas en busca de algún conocido a quien pedir dinero; mi bolsillo se vaciaba más rápido que mi tarro… si va a llegar el día que me abandones… Miré los rostros de todos esos tipos y parecían ser uno sólo, parecían idénticos y además, idénticos al mío, como si todos en aquel sitio fueran también un poco yo... diciembre me gusto pa’ que te vayas….

De forma repentina, uno de mis tantos yo se acercó hacia la barra, se paró frente a mí y sin previo aviso descargó una bestial palmada en mi hombro derecho mientras pronunciaba mi nombre con efusión. Me aturdí. Miré su rostro sonriente intentando hallarle identidad conocida a ese par de ojos, portadores de la clásica mirada idiota presente en los ojos de todos los borrachos del mundo. En principio creí que alguien venía a cobrarme alguna deuda, pues tenía demasiadas en verdad, pero por fortuna no fue así; era Ricardo Estrada -“Rico” para los amigos-. La noche estaba salvada, pero no me alegré; caí en un pasmo como si hubiera visto un fantasma abriendo la caja de Pandora de los tiempos de la Universidad… que sea tu cruel adiós mi navidad… Rico aprovechó ese trance y casi me arrastró hasta su mesa. (En el trayecto dejé de ver a mi pierna derecha, pero avancé sin cojear; al parecer sólo yo notaba mi repentina fragmentación visual). Al llegar a la mesa, pude ver otro rostro conocido: la cara lampiña de Paco Rojo. Paco me abrazó con la emotividad propia de los amigos que han dejado de verse por 15 años; pronunciaba frases de halago y algunos cumplidos, correspondidos sólo por mi silencio. Los tres nos sentamos y Rico ordenó una ronda más de cervezas. Ellos comentaban lo felices que se sentían al verme… no quiero comenzar el año nuevo con este mismo amor que me hace tanto mal…

— ¡Qué afortunada casualidad! –repetía Paco Rojo con esa frívola sonrisa que siempre lo caracterizó.

—No, no es casualidad, es el destino -acotó Rico con ese sentido visionario que siempre estuvo convencido de poseer.

Ambos comenzaron a hacer cientos de preguntas, atropellándose uno al otro al intuir mis respuestas. Yo permanecía callado, hecho todo un pasmarote, imaginando a mi cabeza sumergida y agitada dentro de una cubeta repleta de hielo, mientras toda mi vida universitaria al lado de esos dos seguía transcurriendo frente a mí. Recordé, por desgracia, los momentos malos, como el día en que Paco ganó la única plaza disponible en una dependencia gubernamental gracias al nepotismo de un tío corrupto, aun cuando yo o el mismo Rico éramos, por mucho, mejores embriones de arquitectos. También vino a mi memoria la noche en que Elena, la única mujer que quise alguna vez, se hizo novia de Rico… ya va llegando diciembre y sus posadas… (Miré por debajo de la mesa y mi pie izquierdo comenzaba a desaparecer). Rico me ofreció un cigarro.

La noche trajo más tragos… se va acercando ya también la navidad… y los tragos más preguntas… el año nuevo me traerá nuevas tristezas… y las preguntas mis resentidos silencios… por tu ausencia lloraré en mi soledad… y mis silencios los sonidos de algunos rencores girando sobre la mesa como fichas de dominó, entre un murmullo permanente de cantina, acompañado por canciones navideñas de malquerencia.

Paco empezó a contar acerca de la sociedad que él y Rico habían iniciado dos años antes; hacían trabajos para grandes constructoras y al parecer no les iba nada mal. Me pusieron al tanto de sus vidas con esposas rubias, trajes limpios, corbatas amarillas y automóviles importados. Tanta presunción en un lugar como esos me pareció poco interesante; yo oía sin escuchar… si con los años y los meses tú no vuelves… Incómodo, interrumpí el relato de Paco con una pregunta:

— ¿Y Elena?

Ambos se miraron dos segundos y luego de un efímero silencio Rico me respondió que no sabía nada de ella desde hacía más de diez años, luego de la última noche que pasaron en el Palacio Diamante, velada que relató con exhaustiva y molesta exactitud. Viendo mi azoramiento y esbozando una sonrisa chueca y burlona dijo:

Pero tú qué vas a saber de eso viejo, si nunca la tuviste como yo…

…y si una gracia el cielo a mí me quiere dar…

Sentí un gran torrente de sangre agolpándose adentro de mis orejas y en un impulsivo intento por desquitarme respondí:

—Yo no, pero Paco sí…

Paco tosió tres veces luego de atragantarse con la cerveza que bebía. Tomó una servilleta, se limpió la boca y dejó el tarro en la mesa. (Mi pie izquierdo se había esfumado). Rico me miró y pidió que me explicara, así que otra vez dueño de mí, narré con exhaustiva y molesta exactitud la noche en que sorprendí a Elena y a Paco desnudos en el asiento trasero del carro de Rico, mientras éste, perdido de borracho, dormía babeando en las piernas de Tora la tetona.

…le pediré como regalo un Día de Reyes…

—Fue durante la fiesta en casa de Titta Mora, luego de la graduación –señalé intentando una sonrisa chueca y burlona.

Rico abrió sus inmensos ojos azules, esos que siempre fueron el delirio de Elena y los clavó como dardos en la cara mentecata de Paco. éste cambió su sobrada risa de ja ja por un nervioso ruidito de ji ji.

—Eso pasó hace mucho tiempo, olvídenlo ya –dijo.

Se hizo un silencio más largo esta vez, el cual aproveché para rematar:

—El agua que sale del pozo, tarde o temprano vuelve a caer en él, ¿no? (Intuí que mi pierna izquierda estaba desapareciendo en ese instante).

…besar tus labios y estrecharte una vez más…

Rico bebió el resto de su cerveza de un solo trago; miró con odio a Paco y comenzó a reclamarle su actitud en las últimas semanas; dijo que le parecían sospechosas tus cada vez más frecuentes visitas a mi casa Paquito; ahora entiendo tu sobrada galanura con mi mujer; eres un traidor desde siempre, un desgraciado; por tu culpa nuestros ex socios gringos nos mandaron a la chingada, de seguro querías tranzártelos y tranzarme de paso a mí también ¿no Paquito? Pero si ahora lo entiendo todo, eres un hijo de tu puta madre, dijo Rico y también dijo más cosas que ya he olvidado. Se levantó, tiró la silla y con toda su furia arrojó el tarro semivacío de cerveza sobre la cara de Paco… ( Solo de trompeta y violines; un arpa sigue el canon y se oye un grito de mariachi que dice: échale Javier, no llores iiiijajai)… Éste cayó al instante, como fulminado. Yo me levanté, hipócrita, para ayudarlo. (Confirmado: ya no me quedaba ninguna pierna visible). Lo tomé del cuello y lo apreté un poco, acrecentando su asfixia. Vi que su nariz y su boca sangraban con una inusual profusión, entonces saqué mi pañuelo azul para limpiarlo, al tiempo que él lanzaba una bocanada viscosa de saliva y sangre sobre mi mano izquierda; poco a poco se levantó. Después, tomó una botella de no sé dónde y con toda la fuerza que puede quedarle a un hombre lastimado, la arrojó contra el estómago de Rico. Éste se dobló y cayó sobre sus rodillas. Hincado, agarró una charola de vidrio de una mesa próxima tirando un vaso con vodka sobre el escote de una mujer gordísima; la charola era pesada y quiso arrojarla contra Paco, pero lo hizo con tan mal tino, que el proyectil se estrelló en mi frente… y si cansada de la vida a mi regresas… Sentí de inmediato correr por mi cara un líquido tibio, mientras mis piernas (invisibles) comenzaban a doblarse. Se hizo un barullo grande cuando llegaron los gorilas de seguridad del bar. Yo aproveché la confusión para salir antes de perder el sentido (o desaparecer por completo) y una vez estando en la calle anduve algunas cuadras tropezándome, mordiendo mi lengua entre maldiciones inventadas por la rabia incontenible, convencido de que la venganza no es tan dulce como dicen… y si el destino no te da felicidad… Luego de algunos pasos me desplomé.

…habrá una cruz en el final de tu camino (se oía a no mucha distancia)… Esa noche me hallé de pronto tirado boca arriba a media calle, con los brazos abiertos y dos lápidas disfrazadas de párpados sobre mis ojos; era un ebrio crucificado en la humedad del asfalto (o quizá deba decir, medio ebrio, pues faltaba la mitad de mi cuerpo del estómago para abajo) … serán mis brazos que por ti esperando están… Mi frente sangraba y mi mano izquierda apretaba un pañuelo azul con coágulos; sentía el alcohol correr aún por mis venas y la horrible incertidumbre de no recordar cómo había llegado a semejante situación. Como pude me arrastré hacia la esquina más próxima y tendido sobre una acera lodosa intenté recordar.

Estando en el suelo, un perro se acercó hasta mí tal vez en busca de comida y algo de calor. Lo mandé al diablo con una certera pedrada (justo antes de que desaparecieran por completo mi mano y mi brazo derechos). Me incorporé, anduve dos calles más (si es que se puede andar sin piernas y casi sin cuerpo) y mi vista comenzó a nublarse. Con toda seguridad, Elena, en casa, nunca se dio cuenta de mi ausencia durante esa noche, además, no le habría importado, como nunca le interesó cuestión alguna relacionada con nuestra vida en común, o quizá debiera decir, con nuestra suma de frustraciones compartidas a lo largo de los últimos años. La noche se hacía mañana y el frío comenzaba a arreciar; (lo sé porque mis dientes castañeaban, la cabeza era lo único que me quedaba). Doblé por un callejón cercano a la Gran Torre; en la esquina un viejo teporocho se quitó el sombrero y dijo arrastrando cada palabra: “felissh nosshhhe buenahhh, jefecínnn”, a lo que yo sólo pude responder rumiando mi rabia: “¿por qué las cosas tienen que ser así y no de otro modo?” (Luego desaparecí).
José Luis Enciso es autor del libro "Los condenaditos" (XIX PREMIO INTERNACIONAL DE CUENTOS 2005 MAX AUB). Leer más >>
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