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El gran Martínez

Por Martín Sabiote

Marzo 2002

   
    La mosca se pasea por el borde del plato, acercándose al azúcar que se me ha caído. Doy una calada al ducados y le lanzo un chorro de humo concentrado. Jódete, puta mosca. Se va. Adiós. Echo una ojeada a la barra y veo que los camareros están cambiando el turno. Los que entran están de mala leche. Los que se van también. Tienen sueño. Toda la noche currando y ahora, que aún no ha amanecido, a dormir. Vaya mierda. Somos pocos en el bar. A esta hora no salen muchos autocares; tampoco llegan muchos. Es muy temprano. Un hombre barbudo lee el periódico en la mesa de enfrente mientras muerde un cruasán: crua, crua, sán. Una mujer con pantalones a cuadros que acaba de llegar cargada con una enorme bolsa se acerca a la barra y pregunta si hacen bocadillos calientes. Calientes y fríos, señora, para usted lo que quiera, señora -he aquí un ligón de barra doblemente profesional-. Pues uno de lomo, por favor. Apuro el cortado y aprieto el macuto que tengo entre las piernas. Dentro llevo dinero suficiente para vivir dos o tres años a todo tren. Me voy una larga temporada. Quizá no vuelva nunca. Una ciudad es igual que otra ciudad. Olvidaré a mis amigos y cantaré canciones nuevas. Hablaré otro acento y vestiré otras ropas. No hay problema. Cien años de perdón al que roba a un ladrón. Seiscientos kilómetros son muchos kilómetros para una mafia de tres al cuarto. No debieron desconfiar de mí. No soporto la desconfianza; quien da primero da dos veces; que os den por saco, gilipollas. Hace frío. Un apartamento pequeño, ideal parejas, con calefacción. me lo buscaré por el centro. No soporto los arrabales. Mucho panoli en los arrabales. un arrabal es igual que otro arrabal. Enciendo otro cigarro. Vuelvo a apretar el macuto. Aquí está, duro y compacto. Pocos macutos han contenido tanta pasta. si acaso un maletín. Pero los maletines son tan torpes. Antes se iba a la escuela con macuto. Ahora se va con mochila. No, seguramente no volveré nunca. O a lo mejor cuando sea viejo. Me buscaré un trabajo. Un trabajo fino. No hay prisa. Sí, señor director, enseguida le preparo el informe. No, señor director, no hay novedad de momento. Usted tranquilo, ya sabe que puede confiar en mí. Ja, sobre todo confianza, señor director, no sea usted cabroncete. No hay por qué ver problemas donde no los hay. Ya no podía aguantar más. Debieron permitirme dejarlo. No me gusta ver la cara de miedo de la gente. No me gusta dar miedo a la gente. Sólo a un hijo de puta puede gustarle eso. Yo no quería llegar tan lejos. Yo sólo quería hacer números. Los números son lo mío. Les he hecho ganar mucho dinero. De lo otro que se encarguen otros; yo no; ¿que no puede ser?, muy bien, pues cada uno por su lado y tan amigos. Confianza, amigos, sin confianza no hay nada que hacer conmigo. La mujer de pantalones a cuadros se acaba su bocadillo de lomo. miro el reloj. Ya falta poco para que salga el autocar. me levanto, me cuelgo el macuto y cojo la maleta. Pesa un huevo. Demasiados libros, imbécil. Pago el cortado y dejo una buena propina. Adiós pringado.

      Salgo a la calle carreteando penosamente la maleta. Todavía está muy oscuro pero ya no es noche cerrada. la cochera está en la acera de enfrente. Antes de cruzar tiro el cigarro al suelo y -asfixiado- me paro un momento. Observo un ibiza que llega y se mete en un parking silenciosamente. Pocas cosas hay tan bellas como un ibiza entrando en un parking. La maniobra comienza con el intermitente y las luces de freno. Poco a poco, olfateando el terreno, se va acercando al vado hasta encontrarlo. Las ruedas delanteras lo encaran girando cuarenta y cinco grados, mientras todo el coche se inclina suavemente deslumbrándonos un instante con los faros. Nos muestra ahora su perfil, ya recuperada la horizontalidad, para, levantando alegremente el culo, zambullirse por fin en la rampa. Adiós, guapo. Entro en la estación de autobuses y miro los monitores informativos. Mi autocar sale dentro de diez minutos del aparcamiento doce. Un grupito de gente se apelotona alrededor del imponente vehículo metiéndole sus equipajes en las entrañas. Yo pongo mi maleta junto a un carrito de niño que un chaval con gafitas ha dejado plegado. “I don’t believe in Kennedy, ... I just believe in me, Yoko and me ...”. Me acomodo en un asiento -con ventana- acompañado por Lennon. Bonita canción. Bonito anuncio. El macuto entre las piernas, como siempre. Los pasajeros van entrando en fila india. Buenos días, buenos días. Gracias. Perdone. ¿Me permite? Un hombre calvo y pequeño se sienta a mi lado. Mala suerte. Buenos días. Buenos días. A la hora en punto se cierran las puertas y el conductor empieza las maniobras de salida. Me apoyo en el reposacabezas y relajo los músculos. Me despido de estas calles. Algunos comercios están subiendo persianas. Las bocas de metro empiezan a recibir a los más madrugadores. Carne fresca del día. Después de unos cuantos semáforos enfilamos la autopista por fin. Atravesamos ese lugar donde la ciudad acaba y vuelve a empezar muchas veces. El hombre calvo apesta a colonia de hombre. últimamente veo muchas moscas. Ahora mismo veo una que está recorriendo el respaldo del asiento de delante. Estoy hasta los cojones de las moscas. Debo de estar convirtiéndome en una mierda. Intento darle un manotazo mortal pero se me escapa. ¿Le molesta?, dice el calvo. Un calvo hablador, Dios mío, qué mala suerte. Sí, me molestan las moscas. Pues conseguiría más de ellas por las buenas, le hablo por experiencia. ¿Experiencia? Vuelvo la cara para ver la de aquel gilipollas. ¿No me reconoce?, me dice, soy El Gran Martínez. No me parece usted muy grande, la verdad, respondo. Je, je, sí, ya sé que soy bajito, je, je, tiene usted sentido del humor, me gusta la gente que tiene sentido del humor, es gente muy ... divertida. ¿De verdad no me conoce?, todo el mundo me conoce, soy ... una eminencia mundial. Soy El Gran Martínez. Hace un par de años salía mucho por televisión. No veo nunca la tele, lo siento. Cómo es posible eso, todo el mundo la mira. La pierna derecha ha empezado a temblarme ligeramente. Siempre me pasa en situaciones de tensión. Qué mala suerte, joder, qué mala suerte. Me cambio de asiento y punto. Sin dar explicaciones ni excusas. Hay asientos de sobra. Yo y mi macuto nos vamos. Fíjese, fíjese en esto, continúa el calvo, ahora voy a hacer que la mosca venga a mi mano. Levanta la mano derecha y, efectivamente, la mosca, describiendo una absurda espiral, viene a posarse sobre el dorso de su mano regordeta. El Gran Martínez sonríe triunfalmente y me mira. ¿Qué le parece? Ahora haré que vuele hasta aquella cortina, se pasee un poco y vuelva. Adelante. Mire, mire, ya está allí ... ahora vuelve, ¿lo ve? Me rindo, abandono mi idea. No voy a cambiarme de asiento, ni voy a hacer nada. Si no entiendo no actúo, lo mejor es permanecer a la espera. un domador de moscas. Tengo un poco de miedo. Seiscientos kilómetros son muchos para soportar un conflicto con un domador de moscas. Mejor seguirle la corriente. no es un viaje tan largo. No hables, no hagas nada, sólo sonríe. Odio las moscas. Odio a este calvo. Dígame qué le ha parecido, continúa, puedo hacer más cosas, lo que usted quiera, ya verá: busca otra mosca, búscate una amiguita. Ahora ya son dos los insectos sobre su mano.

      Me extraña que no me conozca, ya le digo, todo el mundo conoce al Gran Martínez. No siempre ha sido así, ¿sabe?, he empezado de cero. yo no era bueno estudiando, pero he trabajado mucho toda la vida. al acabar la escuela trabajé de aprendiz en una ferretería. Me gustaba. ¿Sabe usted que no hay dos tornillos iguales ni dos puntas igual de largas? tranquilo, me digo, no te pongas nervioso. Esto puede ir para largo. Va a contarte toda su vida, desde el principio hasta este justo momento. Paciencia. Miro por la ventana. El autocar está haciendo cola en un peaje. Un par de coches franceses intentan cambiarse de taquilla. De automático a manual. La ferretería empezó a tener fama. No sabe usted lo importante que es dar siempre material de primera. Parece que no, pero eso se nota. La gente que me compraba clavos a mí no torcía ni uno. Yo sabía qué clavos se iban a torcer y cuáles no. Eso la gente lo nota. Todos los profesionales del barrio y de media ciudad venían a comprar allí. Una cadena de váter vendida por mí jamás se encallaba. Eso cuenta. Cuando llegaba el material yo lo examinaba e iba apartando: esto es bueno, esto no. Esto a las estanterías, esto a devolverlo al mayorista. Unos mangantes, los proveedores, se lo digo yo. Siempre quieren colarte material de segunda y hasta de tercera por el precio de material de primera. Al principio el jefe dudaba de mi eficacia. ¿Estás seguro de que estos tornillos son malos? Son iguales que los de la semana pasada. No me jodas que los ves diferentes. Que sí, jefe, que sí. Mire éste. Atorníllelo y desatorníllelo tres veces a este taco de madera y se le rompe. Seguro, pruébelo. O esas tachuelas. Clávelas con mala leche y se le doblarán la mitad. A todo eso yo cada vez trabajaba más horas. Muchas noches me quedaba a dormir entre escuadras y brocas. Y el sueldo ni tocarse. Estuve tres años cobrando lo mismo que cuando entré. A veces le decía al jefe: hombre, don Agustín, es que no me llega ni para ir al cine. no tengas prisa, me decía, no tengas prisa. Tú vales para esto, pero aún tienes mucho que aprender. Aún no has tocado la caja. Llevar las cuentas es complicado. ¿Tú sabes lo que es tener que ir repasando todos los albaranes, todas las facturas, tener que ir apuntando todos los pagos y los cobros? Acabo cada día con dolor de cabeza. Espérate a final de verano y te dejaré tocar caja. En Navidad hablaremos. Los demás compañeros me tenían tirria. No podían entender que el jefe me tratara con tanta confianza. Pero, hombre, es lo que yo digo, si sólo te importa hacer tus ocho horas y poner la mano a final de mes, pues qué esperas, macho. ¿No le parece? Tuvo mala suerte mi jefe, al final. Antes de aquella Navidad, precisamente, cuando mejor iba el negocio, se le presenta uno de nuestros más importantes proveedores, y le compra la tienda. No tengo opción, me decía, no tengo opción. Si no vendo ahora no venderé nunca. Estoy ya muy viejo y no tengo hijos. ¿Qué quieres que haga? Estaba hundido, pobre hombre. Le dieron una pasta, pero vaya, toda una vida dedicado a cuidarse de su negocio, todo el día pensando en lo mismo y viene un bravucón cargado de collares y te manda para casa como un trasto viejo. Total, que lo primero que hizo el nuevo amo fue ponerme a mí de patitas en la calle. Je, je, con la de putadas que le había hecho yo con los tornillos de los cojones era normal, ¿no? Es lo que yo digo, peor para él. Se quedó con aquellos cabrones de compañeros míos. Vaya joyas, je, je.

      ¿Le apetece un zumito? El domador de moscas me acerca un tetrabrik. no, gracias. Veo cómo nos adelanta poco a poco un mercedes gris. Dentro va un viejecillo que parece que está cantando zarzuela. O que está loco. La temperatura dentro del autocar es perfecta, pero el ferretero portentoso está sudando. Por los altavoces suena ahora un bolero cantado por Núria Feliu. Estupendo. El sol ya está cuatro dedos por encima de las montañas, allá lejos. Entre las montañas y la carretera, huertas y bancales. ¿Tiene usted hijos?, me pregunta el calvo. No, no tengo ni pienso tener. No me gustan los niños. Hacen mucho ruido. Sí, ya le entiendo, je, je, tiene usted razón, mucho ruido y pocas nueces, ¿verdad? Yo tengo un hijo que ahora en febrero hará ocho años. Hace mucho que no le veo. No sé si se acordará de mí. Es curioso. Yo, siempre que viajo en autocar, me acuerdo de mi padre. Mi padre era taxista, ¿sabe? Era todo un señor mi padre. Creo que le decepcioné un poco. Su ilusión era que yo estudiara una carrera y fuese una persona de provecho, como él decía. Un médico o un abogado. Pero nada, no hubo manera. A mí los estudios no se me daban bien, ya se lo he dicho. No he entendido nunca por qué hay que aprender tantas cosas inútiles. Las cuatro reglas vale, pero, por decir algo, las raíces cuadradas ... ¿ha tenido que hacer usted alguna raíz cuadrada en su vida? Si es lo que yo digo. Y la historia, con los reyes esos que no hacían más que follar y mandar gente a la guerra. si es que se estudia cada cosa hoy en día. Con decirle que hasta a mí mismo me han estudiado. ¿Se imagina? Un grupito de universitarios todos serios y hablando de esa manera que hablan, perdiendo el tiempo estudiando al Gran Martínez, je, je. Y total para nada. Vaya pérdida de tiempo. y eso lo pagamos todos, ya lo sabe. Esa gente vive del Estado, como un cartero, por decir algo. Venga a preguntarme gilipolleces, que si cuántos colores puede ver usted, que si puede oír este ruido o no, vengan aparatos y más aparatos, venga a ponerme cables en la cabeza. Y cuando por fin nos ponemos en serio y les explico cómo consigo realmente entenderme con las moscas me dicen que no, que eso no es científico, que no les sirve para nada. No te fastidia, pues no sé qué esperaban. En un par de horas les di un montón de trucos de los miles y miles que yo utilizo. Llevo toda la vida perfeccionando mi técnica y ellos con un par de cables enchufados a mi coco quieren aprender lo mismo en un par de meses. No te jode. Pues a hincar los codos, chavales, je, je. Cuando empecé a explicarles las diferencias entre una mosca tranquila y una nerviosa pusieron unas caras ... Me gustaría haberlo grabado. yo qué quieren que les diga. Es así. No hay más. Una mosca con mala leche es muy diferente de una mosca contenta. Eso lo ves o no lo ves. no hace falta ningún microscopio de esos. No es lo mismo que vuele en línea recta que culeando. no es lo mismo que se frote las patas de alante que las de atrás o las del medio. no es lo mismo una mosca normal que un tábano. A veces miran con un ojo y a veces con los dos. Algunas llevan la trompa tiesa y a otras les gusta dejarla colgando. No entendieron nada. Que ésa no era una explicación científica me dijeron. Pero hombre, si los científicos son ustedes. Lo tuvieron que dejar. Al principio mucho decirme que mi nombre pasaría a la historia de la ciencia y que saldría en todas las enciclopedias. Luego, si te he visto, no me acuerdo. y naturalmente sin ver un duro, todo sea por la ciencia. En fin, unos fantasmas, lo que yo le diga.

      El calvo electrocutado parece que se toma una pausa. Yo aprovecho para hacer ver que me duermo. No soporto más su monólogo majareta. Me acuerdo de pronto de mi macuto y aprieto las piernas. Ahí sigue: Alá es grande y Mahoma su único profeta. Estoy a punto de quedarme dormido de verdad. Ahora el autocar coge una carril de desaceleración y nos metemos en un área de servicio. El café. Bien por el conductor. Me estaba meando. El calvo me mira y sé que va a seguirme allí donde vaya. ¿Le apetece un cafelito?, me pregunta. Sí, sí, bajemos, respondo. Usted nunca se deja el macuto, verdad, je, je, parece que lleve usted joyas. Voy al lavabo, le digo. Me encierro en un retrete y mientras meo con el macuto colgado al hombro lo abro y toco los fajos de billetes perfectamente empaquetados. Saco un billete de cinco mil y me lo envuelvo cuidadosamente en el nabo. Pienso ir así hasta llegar a Madrid. Nada malo puede pasarle al hombre de la picha de oro. Cuando salgo veo a mi calvo lapa haciéndome señales. Le he pedido un cortado, con tanta gente he pensado que mejor ganar tiempo. Gracias. Mire, me dice, aquella señora de allí sí que me ha reconocido. me ha pedido un autógrafo. Ya le dije, he trabajado en la tele muchas veces. Todo vino por un amigo que conocía del colegio, de cuando pequeños. Me lo encontré una vez y charlando y tal me dice: oye, martínez, ¿aún haces aquellas cosas con las moscas? Ya lo creo, cada vez mejor, le digo. Pues, oye, verás, yo trabajo en una empresa que monta iluminación y escenarios para galas, conciertos y demás. Conozco gente del mundo del espectáculo. Ahora que te he visto se me ocurre que podrías sacar partido de tus habilidades, ¿no lo has pensado nunca? Hombre, le dije, pues no me lo he planteado, no sé. Sí hombre, déjame a mí. Te voy a montar unas exhibiciones que ni el Urigeller aquél. Pasta gansa, tío, ya verás. Total, que al cabo de un par de meses me llama por teléfono y me dice que, si me parece bien, él se encarga de representarme y que, si quiero empezar ya, tiene varios precontratos firmados. Yo trabajaba por aquel entonces instalando antenas de televisión, pero era verano y estaba de vacaciones, así que le dije que vale, que por probar no se perdía nada. En un par de días ya estaba yo subido a un escenario en una fiesta de pueblo haciendo que las moscas fueran de un sitio a otro y ejecutaran vuelos acrobáticos muy divertidos. El éxito fue sensacional. En un mes gané más que en un año poniendo antenas. Cuando mi amigo me propuso que me dedicara fultaim, como él decía, le dije que sí, que adelante. Dejé lo de las antenas encantado de la vida, porque tengo bastante vértigo y ya se imaginará usted la gracia que me hacía estar dando saltos por los terrados. Durante el invierno la cosa fue incluso mejor. Íbamos sobre todo a fiestas privadas. usted no sabe el dinero que corre en esas fiestas. Además, en salones pequeños mis números son mucho más impactantes porque la gente puede ver mejor los detalles. El negocio iba viento en popa. Con decirle que mi amigo dejó a todos los demás artistas que llevaba y se dedicó fultaim, como él decía, a representarme a mí, ya se lo he dicho todo. Luego vino lo de la tele. Eso fue ya tremendo. Fue entonces cuando vendí el piso de mis padres y me compré el chalé. Un sobrino de mi amigo fultaim que se dedica al rollo ese de la compra-venta me viene un día y me dice que tiene una casa ideal para mí, con piscina, con un jardín enorme, con unas vistas estupendas, en fin, el no va más. Pero si yo no sé nadar, le dije, ni tengo perros para que corran por el jardín, ni siquiera veo a mi hijo, ¿para qué quiero yo esa casa? Qué sí, que es una oportunidad, una inversión. Se la compré más que nada para no hacerle un feo al chaval, ya que se había tomado tantas molestias. Menuda inversión, je, je. Al día siguiente de instalarme allí vinieron las excavadoras y en dos semanas me plantaron una salida de autopista que pasa justo por encima de mi jardín, a tres metros de altura. Desde la cocina puedo ver la cara de todos los conductores. La hipoteca es de ciento cuarenta kilos. Si ahora la quisiera vender me darían treinta con suerte, y eso que ahora sí que está bien comunicada con el centro de la ciudad, je, je. Pero bueno, a lo hecho, pecho, ¿no cree usted?

      Mientras el calvo habla y habla le voy dirigiendo por señas de vuelta al autocar. subimos. Me fijo en una tía que se sienta en la parte de delante y que lleva unas medias negras que le sientan muy bien. Al pasar al lado suyo me pregunto si oye el crepitar de mi billete. Ya todo me da igual. Falta poco para que lleguemos. Por mí puede hablar tanto como quiera. lo de la tele fue muy curioso, me dice, en poco tiempo gané muchísimo dinero. También gasté mucho, la verdad sea dicha. En realidad la tele me dio fama pero también me trajo muchos problemas. tuve mala suerte. Un día estaba actuando en la primera, en una especie de concurso donde los que perdían se tiraban vestidos a una piscina, como castigo, ¿sabe? Mi número tocaba hacia el final del programa. Aquel día yo había bebido un poco. La presentadora gritaba mucho y consiguió que me desorientara totalmente. No sé cómo ni por qué pero acabé yo también en la piscina. Por suerte no cubría, je, je. La cosa es que, además del ridículo, con la tontería, hice que muchas moscas me siguieran y, claro, algunas se ahogaron. Para más inri debía de haber algún cámara ecologista, o quizá es que el regidor había bebido también, pero no hacían más que enfocar en primer plano a las moscas. Pobrecitas. Pateaban y daban vueltas sobre sí mismas flotando en el agua hasta que se ahogaban. El resultado fue que al día siguiente todos los periódicos hablaban de aquello, ya puede imaginarse cómo. Hasta salió por la tele uno de los estudiantes del grupo universitario que me conectó tantos cables en la cabeza diciendo que aquello había sido un crimen ecológico. Qué hijo de puta. Lo había visto yo con mis propios ojos matar moscas a cientos en el laboratorio. Me convertí en un apestado. la mayoría de contratos que tenía firmados me los cancelaron sin dar más explicaciones. Ya ve usted cómo es la vida. Un día estás arriba y al siguiente te encuentras abajo.

      El calvo se ha quedado ensimismado por primera vez en todo el viaje. Realmente su moral se está hundiendo a ojos vista. No me gusta hablar de estas cosas, pero creo que se le han humedecido los ojos. miro por la ventana para respetar su intimidad. Falta poco para llegar. Estamos atravesando ese lugar donde la ciudad empieza y vuelve a acabar muchas veces. La cuestión, continúa, es que ahora necesito dinero. Estoy con el agua al cuello. Espero que se haga cargo de la situación. Cuando lo de los espectáculos se me acabó tuve que buscarme otra cosa. Mi amigo fultaim me dijo que conocía a unas personas que podrían darme trabajo, pero que él no quería saber nada y que nuestra relación profesional había acabado. No quiso explicarme a qué se dedicaban aquellos tipos, me dijo que no tenía ni idea. ¿Sabe de qué se trataba? Eran buscadores de gente. Si tú quieres encontrar a alguien pero no tienes ganas de explicarle a nadie para qué, les llamas. Y ellos, si lo necesitan, me llaman a mí y a mis moscas. El calvo está ahora hablando en voz baja. Un ligero estremecimiento recorre mi espalda. Casi me susurra al oído. ¿Entiende lo que le digo? De todas maneras, sigue diciendo, creo que esta vez van a pagarme poco y su macuto parece muy pesado. No va a haber problema, le digo suavemente, en cuanto lleguemos a destino vamos al lavabo y seguro que encontramos una solución. Claro, responde, es lo más inteligente, je, je. El autocar ya está en medio del caos del centro. Después de doblar por un par de calles estrechas llegamos a la estación. Los pasajeros empiezan a desentumecer los músculos y a recoger paquetes y abrigos. El barullo en la cochera es tremendo. Varios autobuses intentan salir mientras otros tantos intentan entrar. Al final aparcamos y poco a poco vamos bajando. mi calvo y yo esperamos juntos a que abran las puertas del equipaje. Él sólo lleva una pequeña bolsa gris. Yo cojo la mía y le digo: vamos, sígame, vamos al váter. En los servicios sólo hay un tío meando contra la pared. Yo hago ver que también meo y el Gran Martínez se lava las manos con parsimonia. Estoy pensando a toda velocidad. Cuando el tercer hombre acaba de mear y sale, cojo mi macuto con las dos manos y le hago una seña al calvo para que me siga a un retrete. Me arrincono contra la pared del fondo para dejarle sitio y tal como entra en el compartimento cagadero le pego un codazo con todas mis fuerzas en la nariz. Se oye algo parecido a un crac y el calvo gruñe de dolor. Le doy un rodillazo en los riñones y antes de que yo mismo pueda saber qué coño estoy haciendo le empujo brutalmente contra la taza y cierro la puerta con pestillo. Le cojo del cuello y aprieto. Muy bien, cabrón, le digo a la oreja, ahora te vas a estar callado y vas a quedarte en pelotas, ¡rápido!, sin hacer ruido, hijo de puta. El calvo apenas puede moverse, está sangrando como un cerdo, pero he de decir que se está portando como un hombre. No dice ni mu. Poco a poco se quita toda la ropa. Los calzoncillos también, cabrón. A medida que se desviste meto las prendas en su bolsa gris. Ahora vas a quedarte un rato aquí. Yo llamaré a una ambulancia para que te vengan a buscar, ¿me has entendido, gilipollas? Si te mueves te mataré. Salgo a toda hostia de los lavabos cargado con mi bolsa y con la del calvo, además del macuto. Miro un panel de información y veo que sale un autobús en cinco minutos hacia el norte -una ciudad es igual que otra ciudad-. Compro el billete y me confundo entre la multitud. Subo al autocar y me siento. Una mosca viene a pararse sobre el cristal de mi ventana, al lado de la cortina. Aprieto el macuto entre las piernas y empiezo a llorar disimuladamente.
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60