atrás

El otro petrarquismo, de M. Cinta Montagut

El otro petrarquismo

M. Cinta Montagut

Leer más

Luz. Light. Licht, de Luis Pablo Núñez

Luz. Light. Licht

Luis Pablo Núñez

Leer más

El libro de Angelina. Segunda Parte, de Fernando Figueroa Saavedra

El libro de
Angelina 2

Fernando Figueroa Saavedra

Leer más

El libro de Angelina, de Fernando Figueroa Saavedra

El libro de
Angelina

Fernando Figueroa Saavedra

Leer más

En torno a los márgenes, de Santiago Rodríguez Gerrerro-Strachan

En torno a los
márgenes

Santiago Rodríguez

Leer más

Graphitfragen, de Fernando Figueroa Saavedra

Graphitfragen

Fernando Figueroa Saavedra

Leer más

adelante

Revista Minotauro Digital (1997-2013)

Síguenos Puedes seguirnos en Facebook Puedes seguirnos en Twitter Puedes ver nuestros vídeos en youtube

Compártelo Comparte este texto en facebook

¡Cómo te quiero, manito...!

Por Enrique Vásquez Valladares

Septiembre 2005

Sí, es verdad, tuve muchas mujeres en mi vida y tú por cierto, no fuiste una de ellas. La verdad es que ahora, con la objetividad que me permite el paso del tiempo, creo que si alguien se perdió de algo, fuiste tú. Jamás estuve entre tus planes y la verdad no te culpo. Sería injusto. Dos años pues…son demasiado. Supongo que bajo esas circunstancias hiciste lo lógico. Y es que mientras tú volabas por las escaleras, sonrisa extendida y zapatos “tac tac” de tacón, yo ensuciaba mis manos tratando de quiñar con mi canica azul esa otra colorada por la que tanto sudaba Robertito.

A esa edad los días son muy largos, demasiado diría yo. Amanece muy temprano y anochece muy tarde. Los días eran de veinticuatro horas, pero horas del tipo “am”, o sea de “adolescente medio”. Mucho espacio por llenar. Y de no ser porque ese año te mudaste frente a mi casa, mi adolescencia hubiese sido tan sólo una acumulación de insípidos juegos de canicas o de aburridas partidas de ajedrez.

La casa del frente siempre estuvo deshabitada. Pudo haberla ocupado una vieja antipática, un matrimonio joven o hasta quedarse así, vacía por siempre. Pero no. Apareciste tú y tu familia mexicana, ranchera y tequilas incluidas, haciéndome sentir que el cielo debía de quedar muy cerca a México o que por lo menos eso de la Virgen de Guadalupe no era del todo un cuento. Sin embargo no todo era perfecto. Había un problema que no tenía el menor viso de solución. Y es que esos dos años que me llevabas, me separaban de ti, así como quien dice, sin la menor compasión ni misericordia.

Por esos días yo tenía once y aunque todavía jugaba a las canicas con Robertito, mi mirada empezaba a deslizarse tímidamente hacia tu casa. Recuerdo a tu madre, igualita a ti (pero grandota), saliendo cartera en mano y con sus “tac tac” muy altos y coquetones. Lo hacía cada mañana a las diez. Siempre de buen humor y cantando “la distancia entre los dos es cada día más grande”. Tanto la vi pasar que terminé por aprenderme la canción. En mi inocencia jamás pensé que esa letra definiría en modo tan perfecto nuestro futuro. Pero eso de mi inocencia, debo ser sincero, solo me acompañó hasta que cumplí los doce. Ese día, no sólo tomé conciencia de lo inalcanzable que eras, sino además te convertiste en el sex symbol de barrio que todo adolescente que se respete merece.

Mala. Mil veces mala. ¡Bah…! A quien quiero engañar... de mala no tenías nada. Al contrario, ¡estabas buenísima…! El asunto es que tenías catorce y eso, por aquellos días, era mucho decir. Vivías frente a mi casa y tu dormitorio, de paredes rosadas y con patilargas de pelo amarillo y piel naranja, se veía directamente desde la ventana del mío. Supongo que mis primeras miradas se dieron así, involuntariamente y hasta arrastradas por el azar. Ya luego y por culpa de esas inmensas horas “am”, empecé a mirarte, digamos... de otra manera. Y supongo también que por eso no olvidaré jamás aquel cumpleaños número doce. Mamá había preparado gelatina, comprado serpentinas de colores y como redondeando la humillación, invitó a Robertito, el regordete de mi primo que a sus once años se ponía rojo como una manzana y traspiraba un hasta ahora inexplicable olor a vino de iglesia. Esa tarde nada me importó, y es que poco antes de que llegaran los invitados te espié desde mi ventana por primera vez. Salías de la ducha y tu piel era pálida y lisa. Lo hice por dos minutos y de ahí me encerré en el bañito azul, el del fondo, por otros diez. Rico.

Ya con el tiempo empecé a espiarte más seguido y aunque nunca te enteraste, fuiste mi primera mujer. ¡Y no te imaginas lo que te hice y en que lugares te lo hice! En un tanque de guerra, con sombrero de charro, en un cohete espacial y hasta una vez, me acuerdo, en medio de la cancha del Estadio Nacional y con toda la tribuna coreando mi nombre (ni modo, la selección había ganado y merecía un homenaje). A veces, miro la palma de mi mano y la nostalgia de tu recuerdo me invade. Y aunque debo aceptar que te fui infiel algunas veces; el bañito azul, el del fondo, es testigo de que siempre, inevitablemente, regresaba a ti.

Buenas épocas. Sería injusto decir que no fui feliz por entonces. Disfrutaba desde mi ventana, clandestina o abiertamente. Sea para espiarte a través de la rendija que ofrecían tus cortinas semiabiertas o sea también para seguirte con la mirada hasta que tu imagen se perdía al voltear la esquina. Y es que por entonces ya empezabas a salir solita. Ibas a la bodega, a pasear con tus admiradores y hasta una vez te vi bajar, sin compañía alguna, del bus. Pero fue recién cuando te hiciste ese corte de pelo cuando comprendí que los dos estábamos creciendo. Así pintadita tus ojos parecían uvas sin cosechar y tus pecas indescifrables puntos suspensivos. Y crecías por acá y por allá, aunque para ser sincero, más por acá que por allá. Y más crecías y más apretaditos tus jeans. Y más crecías y más corto te quedaba el polito. Y más crecías… y yo más imaginativo que nunca allá en el bañito azul, el del fondo, rindiendo homenaje a tu ombligo; porque, aunque ni cuenta te dabas, no dejaba de mirarte.

Luego tuve mi primera novia. Ya tenía catorce años y tú claro, dieciséis. Viviendo mis interminables horas “am” y mirándote pasar con la impotencia de que “la distancia entre los dos es cada día más grande”. Bueno, lo cierto es que estrené novia. Perla se llamaba. No solo tenía catorce, lo que la hacía casi una mujer, sino además tenía pasado y encima con uno de diecisiete. Me chapó. Una noche, en la fiesta de Paloma, y cuando me despedía de ella a las puertas del ascensor, Perla, me partió la jeta con un beso de esos, que me desveló las siguientes quince noches. Las horas a partir de entonces se hicieron mas “am” que nunca y por un tiempo no hice más que caminar en punta de pies y sobre algodones. La amaría toda la vida y ella a mí. Y así fue que nuestro amor duró por quince días. Pero no fueron quince días comunes y corrientes, fueron quince días “am”, algo así como trescientos dieciocho de los actuales. Una tarde me llamó por teléfono y sin mucha ceremonia me pidió que no vuelva a buscarla porque el de diecisiete, que según ella ya tenía boleta militar, había regresado. Y ese fue el primer eslabón de una cadena que me mantendría unido por siempre a ti. Mi primera de tantas recaídas. Regresé a ti. O lo que era lo mismo, a la ventana de mi dormitorio. O lo que era también lo mismo, al bañito azul, el del fondo.

Qué difícil acercarme. Siempre sintiéndote lejana, siempre “la distancia entre los dos es cada día mas grande…” y tú, con tus dieciséis que ya subías a un “escarabajo” y hasta trepabas a esa Yamaha que tu mamá odiaba. Por entonces ya usabas perfume y llevabas tu minifalda rosa; tus tacos “tac tac” golpeaban la pista y una docena de pulseras plateadas tintineaban en tus brazos de verano. Y me veías y me saludabas con un despectivo dejito mexicano que no te abandonaba y pasabas con tu rojizo peinado ochentero que sumaban cinco centímetros más de los que tus “tac tac” ya te daban y tu saludo era más insípido que los chicles mascados que pegaba bajo la mesa del comedor y ni cuenta te dabas de mi existencia y menos te importaba si te respondía y yo…y yo…y yo, como siempre, cien por ciento imaginativo en el bañito azul, el del fondo. ¡Cómo te quiero manito!

Hasta que apareció Tina. Mira que cosa pa’ huachafa, Tina era argentina. Tenía quince igual que yo, pero había vivido en Francia, y en París además. Allá en París a los quince, o eres niña o eres mujer. Ella era mujer. De las que escogían su ropa interior y se echaba perfume de la cintura para abajo; de las que usaban “tac tac” alargados de noche y tomaba una pastilla al día para no dejar de enfermarse (cosa que sólo entendí seis años después). Una tarde en el Roma, viendo “Terremoto”, cogió mi mano nerviosísima y en medio de un sacudón en San francisco, con sensourrond y todo, que dulce, tomó mi mano y se la colocó sobre la derecha, y no hablo precisamente de su mano. Terremoto total. Tina me duró tres meses, el último de los cuales me bajó tres kilos, a kilo por vez, porque fueron tres los sábados que nos pasamos engrapaditos en el zaguán de su casa. Hasta que se fue a Argentina así, sin más ni más, diciéndome con ese dejo porteño “Y… me tengo que ir… ¿viste?” Y entonces ni modo, otra vez solo y de vuelta a ti, Mexico lindo y querido; yo con dieciséis y tú con dieciocho y “la distancia entre los dos es cada día más grande” y los días “am” ahora con necesidades que antes no tenía y con la ventana de tu dormitorio frente al mío y mi imaginación que se despertaba sin mucho esfuerzo, en el bañito azul, el del fondo…

Luego desfilaron Mariela, Sofía, la “peludita”, Maria Inés y cuchumil más sin que ninguna me ponga el terno para la iglesia pero todas dignas de recordar por una cosa u otra… aunque no; pensándolo bien a todas las recuerdo por la misma “cosa”. Y entre una y otra estabas tú, saludándome con saludos de chicles pegados bajo la mesa, y subiendo a autos cada vez mejores con tus “tac tac” cada vez más altos y tus faldas cada vez más cortas. Hasta que un día algo pasó; cambiaste la mini por un overol de esos que dejan espacio para la pancita y te casaste con un gringo transparente que te llevó a USA y en USA el gringo se portó como un USANO pero con G, porque antes del año te devolvió, “transparentito” incluido a Lima, donde curiosamente por fin empezaste a saludarme como chicle de estreno y “la distancia entre los dos ya no era cada día más grande”; justo cuando mis días hacía tiempo que habían dejado de ser “am” y tú ya no usabas “tac tac” como los de antes, porque, una tarde me confesaste avergonzada, te dolían los riñones.

Ahora te veo seguido. Ya me miras, me saludas, me haces gracias y sonríes. Me invitas chiclecito y paseas en el parque al nene que se llama Jhonny y parece un chupete de vainilla con pelos que me dice tío, y con quien te molestas sino me da un beso cuando me saluda. Y por las mañanas me dices “quihubo” desde tu ventana y me has pedido que te acompañe el domingo a llevar al “transparentito” al zoológico. Que después me invitas un café en tu casa y podemos ver la televisión así, juntitos, tequilita incluido… Pero no. Ya nada es igual. Te recuerdo en mis días “am”, te miro ahora justo “cuando la distancia entre los dos es cada día mas corta”, y lo que único que siento es que “de tu amor y de mi amor no está quedando nada”. Entonces pienso en ti con tus “tac tac” de antes, tu falda rosada y esa cinturita que se te quedó en USA; miro la ventana del segundo piso y elijo tu recuerdo. Entonces todo regresa, voy al bañito azul, el del fondo y México lindo y querido… ¡cómo te quiero manito!
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60